Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.
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Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula
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Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.
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Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar.
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Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».
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Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:
«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»
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«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»
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Lloro sobre todo mi libertad perdida.
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Exceptuando algunos privilegiados, en nuestro país todo el mundo es pobre. Algunos son incluso más pobres que otros.
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nos levantamos cada cuarto de hora a hacer ejercicios gimnásticos para calentarnos.
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