Salió disparado por las gradas y corrió hacia el vestuario. El metal resonaba bajo sus pies, pero no lo bastante fuerte como para ahogar la exclamación de sorpresa de Hernández. Neil no se giró para ver si lo seguían. Lo único que sabía, lo único que importaba, era que tenía que alejarse de allí tanto como fuera posible. A la mierda la graduación. A la mierda «Neil Josten». Se marcharía aquella noche y correría hasta olvidar las palabras de Wymack.
No fue lo bastante rápido.
Iba por la mitad del vestuario cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Había alguien esperando en los sillones que se interponían entre él y la salida. La luz se reflejó en una raqueta amarilla cuando el desconocido la levantó para golpearlo, y Neil iba demasiado rápido como para parar. La madera impactó contra su abdomen con fuerza suficiente como para aplastarle los pulmones contra la columna. Para cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de rodillas en el suelo, arañándolo con desesperación mientras intentaba volver a respirar. Habría vomitado si tan siquiera hubiera podido conseguir esa primera bocanada, pero su cuerpo se negaba a colaborar.
El zumbido en sus oídos era la voz enfurecida de Wymack, pero parecía estar a miles de kilómetros.
—Joder, Minyard. Por esto mismo no podemos tener nunca nada agradable.
—Ay, entrenador —dijo alguien por encima de Neil—, si este fuera agradable no nos serviría de mucho, ¿no crees?
—No nos sirve de mucho si lo rompes.
—¿Preferirías que lo hubiera dejado largarse? Ahora le pones una tirita y como nuevo.