Cuando abrí los ojos ya no recorría las calles de Medina, o más bien, las calles ya no eran calles ni eran de Medina, sino eran el cuerpo de Lorena que se extendía, ciudad entera, como si de su carne hubieran crecido las montañas y de sus huesos los edificios. La estación del tranvía era la cuenca de su clavícula; mi voz iba sentada en un vagón polvoriento, en el nudo de su garganta, apretado, lleno de gente. Las ventanas del vagón estaban a medio cerrar, como la boca de Lorena cuando duerme, y las ruedas aplacaban el asfalto que también era Lorena; era su columna, eran sus húmeros y sus fémures, sus cúbitos y sus radios, pulidos, aplanados y oscurecidos por los siglos y la gente.