Maya Hanisch

Yo sabía que cuando algunas personas se van, pueden llevarse un pedazo tuyo con ellas, pero no tenía idea de que también se podían robar las palabras.

Se puede ser feliz y estar triste al mismo tiempo. Antes pensaba que era uno o lo otro. Eso me había enseñado la vida.

—Hasta que el lobo la mató.
—¿Cómo?
—El lupus.
—Ah, ese lobo. Era otra época, otra vida, otro cuerpo, uno muy diferente al tuyo.
—La enfermedad es la misma.
—Puede que compartan una enfermedad, pero tú no eres tu abuela. No hay dos personas iguales, Nina.

Pero si ser hombre significa hacer todo ese daño, entonces prefiero ser otra cosa.

—Entonces, ¿cuál es la moraleja?
—Ninguna. Es una advertencia.
—¿Para mí?
—No, para el lobo: primero tendrá que pasar por encima mío. Y créeme, no soy fácil de derrumbar.

Nadie está listo para despertar sin la presencia de aquellos que amamos.
Y luego vivir otro día.
Y otro.

¿Y si

ya no midiera mi vida

según la presencia

del lobo?

Dejaríamos de ser

esto que somos ahora.

¿Podría…?

¿Podríamos dejar de ser?

Obligarnos a cambiar.

¿Y si

el Sol muerto

es el lobo vivo?

Habríamos de quemar al lobo

con los restos del Sol.

Hacerlo arder.

Hasta las cenizas).

Es difícil mirar la propia sombra, darme cuenta de todas las conductas que aprendí y que ahora necesito desarmar para vivir según mis propias ideas.

Este era un dolor subterráneo, seco, de esos que se transforman en un grito.

De esos que son el grito.

Mi papá se fue y, junto a él, desapareció todo nuestro lenguaje.