Juan Domingo Argüelles

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    uno de los ensayos de su excelente libro El corral de la infancia, Montes escribe:

    Al oficializar, la escuela deshistoriza, lo despoja a uno de su pasado lingüístico, como si ese pasado fuera por completo desdeñable. Este proceso de deshistorización del lenguaje corre parejo con otras conductas deshistorizantes: la tendencia a machacar generalidades y a huir de lo concreto, la tendencia a fomentar el arquetipo y huir de la historia, y sutiles técnicas mediante las cuales se alienta la pérdida progresiva de la propia carga cultural y el reemplazo de “maneras” desvalorizadas por otras consideradas más prestigiosas.
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    Ivan Illich había llamado la atención sobre cómo la institución escolar lleva a cabo un adiestramiento para que las personas confundan el proceso y la sustancia, de forma tal que al alumno se le escolariza para confundir enseñanza con saber, diploma con competencia, restándole valor al conocimiento extracurricular y eliminando casi por completo la búsqueda del placer.
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    Pero leer no es una ciencia (ni siquiera escribir lo es). Disciplinar el placer es disminuirlo.
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    Una parte considerable de quienes recomiendan la lectura no leen absolutamente nada porque los libros ya quedaron muy lejos de su interés. Ya los usaron, ya les sirvieron para los cursos; ¿para qué tendrían que abrirlos otra vez?
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    Por asombroso que sea, muchísimos funcionarios, editores, maestros, padres de familia, profesionales y promotores del libro saben que leer es positivo, dicen que es provechoso, pero muchos de ellos están muy ocupados en alabar estas virtudes como para tener tiempo en “haraganear” con una novela, con un libro de poemas, con un volumen de cuentos, con un tomo de ensayos, con una obra teatral, con una obra de divulgación científica, etcétera. Ellos están seguros de que el “hábito de la lectura” es bueno, pero no tienen ni la más remota experiencia de por qué es bueno.
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    Petit insiste:

    Para transmitir amor por la lectura, y en particular por la lectura literaria, es preciso haberlo experimentado. En nuestros ámbitos familiarizados con los libros, podríamos suponer que ese gusto es algo natural. Sin embargo, entre los bibliotecarios, los docentes y los investigadores, o en el medio editorial, muchos son los que no leen, o que se limitan a un marco profesional estrecho, o a un determinado género de obras.
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    Leer es un asunto peligroso, pues quien sea sorprendido leyendo, incluso en espacios culturales y educativos y en ambientes por demás cultos o informados, tendrá que dar una buena explicación para demostrar que no estaba perdiendo miserablemente el tiempo.
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    el acto de leer no siempre se lleva bien con la obligación, y esto habría que reconocerlo incluso (y sobre todo) si una de las funciones de un promotor de la lectura es conseguir que la gente lea.
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    Bruno Bettelheim y Karen Zelan en “La magia de la lectura”, ensayo incluido en su obra Aprender a leer, en la cual estos investigadores de la Escuela Ortogénica de la Universidad de Chicago recomiendan que la lectura sea entregada a los niños despojándola de todo concepto de utilidad práctica y de discursos de enfadosa responsabilidad, pues sólo así, dicen, podrán interesarse realmente en los libros.
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    Para estos autores, el único motivo por el cual los niños pueden interesarse en un libro es la dimensión mágica de su contenido; todo lo demás comienza por ser un discurso del deber, y termina siendo un acto aborrecido si no está motivado por la libertad y la fantasía.
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