En cada edificio se agolpaban casi cien viviendas, pero la mayoría de los habitantes ni siquiera les habían visto la cara a sus vecinos. La única prueba de que allí vivía gente llegaba por la noche, cuando se iluminaban las ventanas.
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A los diecisiete años Tomoko no sabía lo que era el auténtico terror. Pero sí sabía que hay miedos que crecen solos en la imaginación.
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De haber cogido el metro a casa, sin embargo, es casi seguro que no se habría establecido ninguna conexión entre ciertos dos incidentes. Por supuesto, las historias siempre empiezan con esta clase de coincidencias.
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De haber cogido el metro a casa, sin embargo, es casi seguro que no se habría establecido ninguna conexión entre ciertos dos incidentes. Por supuesto, las historias siempre empiezan con esta clase de coincidencias.
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No importaba cuántos datos científicos recopilaran: a un nivel muy básico, la gente cree en la existencia de algo que las leyes de la ciencia no pueden explicar.
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Tenía sentido —hasta cierto punto— armarse con el poder de la ciencia para afrontar el poder de lo sobrenatural. No iba a conseguir nada si combatía algo que no entendía con palabras que no entendía. Tenía que traducir aquello que no entendía a palabras que sí entendiera.
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No quería morir, y menos de forma extraña.
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No se podía mover. No importaba lo que entendiera su mente: su cuerpo no escuchaba a su mente. Mientras existiera una posibilidad de peligro, su cuerpo seguiría activando lealmente su instinto de supervivencia.
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Si moría ahora, se preguntó, ¿cuánto tiempo tardaría su espacio vacío en llenarse?
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Se preguntaba cómo podía influir en un mundo del que había desaparecido y se le ocurrió dejar una especie de testamento.
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