El silencio nocturno, que no rompen ni la luz ni el gesto, bien al contrario, acentúa la condición límite de la situación y lo inexplicable de la misma, fundada en una voluntad que supera a la del protagonista –una versión religiosa personal del motivo de lo sublime, ahora en clave existencial más que cósmica–. Se explica en los ojos y el gesto todo de Jesucristo, que interroga al cielo, sin que la negrura de la noche proporcione respuesta alguna.
Goya ha convertido a Jesucristo en una figura humana –en lo que se adelanta a muchos de los planteamientos religiosos de la modernidad cristiana– y a la voluntad divina en un más allá ignoto, anónimo: sólo se concreta en la ausencia, en la noche y los rayos de luz que caen sobre la figura y la hacen, si cabe, más humana. El artista aragonés prescinde los tópicos de la pintura religiosa barroca y neobarroca y reúne algunos de los rasgos que, más allá de lo sublime terrorífico, configuran lo patético.