Duna Rolando

Las paredes estaban descascaradas. Casi no había muebles, salvo la mesa, tres sillas desvencijadas y dos sillones cubiertos por sábanas trasparentes por el uso, anudadas a los apoyabrazos para que no se salieran de lugar. La mujer regresó con una taza de té y la invitó a sentarse en los sillones

incluso en la vejez la muerte necesitaba de un golpe final.

Lola empezaba a temer lo peor: que la muerte requiriera un esfuerzo para el que ella ya no estaba preparada.

mujer de la rotisería le dijo una vez que no era bueno angustiarse, que tenía que intentar ser más optimista.

A veces, la omisión la tranquilizaba,

Quería morirse, pero todas las mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse

Lola empezaba a temer lo peor: que la muerte requiriera un esfuerzo para el que ella ya no estaba preparada.

Le hablaban como si fuera estúpida porque ninguno de los dos era lo suficientemente hombre para decirle que se estaba muriendo.

Sabía que eso no era cierto —eso de que se estaba muriendo—, pero a veces le gustaba fantasear con esa idea

Quería tanto morirse, desde hacía tantos años, y sin embargo nada parecía deteriorarse más que su cuerpo. Un deterioro que no la llevaba a ninguna parte.