apuntaba, él escogía las cerezas más maduras de la gorra y escupía las pipas, que llegaban hasta mí. Su indiferencia me sacó de quicio. ¿Qué sentido tiene, pensé, privarle de la vida si no le tiene ningún apego? Una idea macabra me atravesó la cabeza. Bajé la pistola.
»–Tengo la impresión de que no es su momento de enfrentarse a la muerte –le dije–, está usted desayunando; no quisiera molestarle...