Fue aquel que escribió los mejores sonetos eróticos (que llegan al atrevimiento del famoso dedicado a Floralba –“soñé que te gozaba”– o a la hondura de “Amor constante más allá de la muerte”, rematado por el implacable endecasílabo “polvo serán, mas polvo enamorado”), y quien acuñó aquellos que recogían su meditación estoica y llegaban a la desolada grandeza de “Represéntase la brevedad de lo que se vive…” (“¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?”) o del “Salmo XVII” (“Miré los muros de la patria mía…”, que no es, por supuesto, un poema patriótico sino moral).