Natividad Gálvez

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    Y otra cosa: en algunas ciudades cerca de la frontera, cuando muere un soldado, estas mujeres, las “malas”, piden permiso para amortajar al muerto y velarlo. Lo acompañan hasta la iglesia y se quedan fuera. Y le llevan trigo cocido a la tumba; durante un tiempo…
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    Te das cuenta? Las que me dan miedo son las otras, las honradas, las que no se acuestan por dinero; las que han recibido educación; esas con las que uno se casa
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    Tú no piensas casarte?
    —No. Pobres marineros. He visto a las mujeres bajar al muelle antes de arribar el barco y esperar de pie a pleno sol o bajo la lluvia. Las he visto despedirlos cuando zarpaba, atormentadas, destrozadas por los abortos, con una caterva de niños tironeándoles de las faldas. Frustradas
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    El capitán. Es su tío. Tiene una madre viuda y hermanas, el muy cabrón. Esperan que las mantenga. Si se entera su tío, se arma.
    —¿Qué clase de persona es el capitán?
    —Un burro. Sigue tu mismo sistema en cuanto a la terapia. En el mar Rojo se tapa con una manta de lana. Tiene un radiador eléctrico y el condenado lo enciende aquí, en estos mares.
    —¿Es buen marino?
    —No sabe hacer la o con un canuto, el muy bestia.
    —¿Es cefalonio?
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    El Pytheas, un carguero de cinco mil toneladas, standard de la Primera Guerra Mundial, con calderas y motor de doble expansión, navegaba a siete nudos en las proximidades de Singapur. Por las portillas entraba una luz débil y enfermiza, con olor a fenol
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    Dos años, pero de forma irregular. Pensé que sería mejor volverse loco por culpa de la enfermedad que por los medicamentos. Extraña dolencia. Mientras tienes el chancro crees que te estás pudriendo, que apestas, que de un momento a otro se te va a caer la nariz. Con el primer pinchazo desaparece, y te olvidas de todo. Y después te martiriza durante toda la vida. El mínimo dolor de cabeza, un grano, un mareo, y te dura meses el miedo. ¿A ti no te pasa, Yerásimos?
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    Todo lo contrario. Es una bendición de Dios verlas desnudas. Pero siempre que les pagues o te paguen. Es lo mejor. ¿No estábamos juntos aquella noche, en Amberes? Habíamos reservado el Rigel. Nos quedamos solos con una docena de chicas que estaban bailando el cancán sobre las mesas. Al amanecer nos pusimos a hacer cuentas. Tanto las bebidas, tanto los platos rotos, tanto cada chica. Seis meses de paga. Estoy seguro de que no nos tacharon de tacaños cuando nos fuimos. Para mí, las mujeres de verdad son las que están encerradas en aquellas jaulas del Tardeo. O las de Yokohama, sentadas en banquetas en los escaparates; las de los burdeles populares de Fu-Chu y las de las mugrientas casas de Massawa. Recuerdo una choza de bambú, a catorce millas de Colombo. La cingalesa, que andaba desnuda a gatas, mostrando sus maravillosos dientes amarillos. Una esterilla en el suelo, un cántaro con agua, una astuta mangosta para las cobras, un basilisco con los ojos de colores para los mosquitos y unas hierbas que ardían constantemente para ahuyentar con el humo a los escorpiones. Tumbado boca arriba, destrozado por las guardias, la humedad, la bebida y el cuerpo de la mujer que dormía junto a mí, miraba el techo de caña. Había un escorpión abotargado, presto a caer entre mis ojos. Lo veía, pero no podía moverme. Me dormí. Siempre he aborrecido esas manidas palabras: «Déjame, no quiero… Dime primero que me quieres, que nunca me abandonarás». Y cuando has terminado, no poderte marchar enseguida, estar obligado a consolarla, como si le hubieras dado una paliza, como si la hubieras ofendido. Me dan náuseas
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    Mientras tanto, en el camarote del capitán, una dama respetada por todo el mundo en su país, con cuatro hijos y un apuesto marido, tenía las piernas más levantadas que las orejas de una liebre. ¿Has pensado alguna vez lo que dan las prostitutas por cuatro perras? Se echan encima a lisiados, tuertos y jorobados, a tipos que huelen a muerto, con fístulas en el cuerpo, a los locos, a todo el que no encuentra una mujer que lo acaricie. Viven en los burdeles, y las llamamos “públicas”. A las otras, las que están fuera, ¿cómo deberíamos llamarlas? A ver si encuentras la palabra
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    Llevo veinte años entre chatarra y nunca he mancillado mi litera. Trae mala suerte. Cuando me gustaba alguna, y a ella le apetecía, nos íbamos a algún hotel del puerto, nunca a bordo.
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    Diamandís!
    Se aproximó.
    —Despierta a tu tío y dile que el tiempo se está avinagrando, que suba si quiere.
    «¿Que suba a hacer qué?», pensó. «A hacer porquerías. ¿Será cerdo? ¡Mira que mear en el puente!»
    Diamandís llegó jadeante.
    —Oficial Yerásimos, me ha dicho que no puede. Se ha puesto una bolsa de agua caliente en los riñones. Que hagas lo que te parezca y que se lo mandes decir
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