Alberto Rojo

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    Y su metáfora más gloriosa es también la más infausta: el universo como un libro. Si bien la idea del libro de la naturaleza no es suya, Galileo la perfecciona y, al hacerlo, complica su diálogo con el clero.
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    Para la doctrina cristiana de entonces, el mundo contenía dos libros fundamentales y complementarios: la Naturaleza por un lado, la Biblia por el otro. Leer la Biblia era una manera de estudiar la naturaleza, compatible con la ciencia. Hasta que Galileo postula que el libro de la naturaleza, de origen divino,

    está escrito en lenguaje matemático, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellos uno deambula en un oscuro laberinto.
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    Los detalles de la gran obra de Dios están vedados, insinúa Galileo, a aquellos que desconocen las matemáticas. Su visión era compatible con la teología, pero la metáfora eleva el libro de la naturaleza a una categoría de texto fundamental, de lenguaje técnico; la Biblia pasa a ser un texto auxiliar, de lenguaje popular, y de ese modo los científicos quedan en una suerte de pie de igualdad con los clérigos.
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    La metáfora no acortó la ruta de tormento hacia los tribunales de la Inquisición, pero el gran Galileo sigue vivo en el punto de encuentro entre la literatura y la ciencia: si el método científico es el de la comprensión del libro del universo, entonces el comienzo mismo de la física es un hecho literario.
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    Según esta teoría, en el momento mismo de la medición el universo se divide y se multiplica en varias copias, una por cada resultado posible. Pero el primero en concebir universos paralelos que se multiplican no fue Everett sino Borges. En “El jardín...”, publicado en 1942, propone un laberinto temporal en el que, cada vez que uno se enfrenta con varias alternativas, en vez de optar por una y eliminar otras, “opta –simultáneamente– por todas.
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    Crea así diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan”.
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    Dice Borges en “La escritura del Dios”: “¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!”.
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    Pero la metáfora está presente en la física. Además del universo como libro de Galileo o el árbol que se ramifica de Everett, me gusta la “flecha del tiempo” acuñada por el físico Arthur Eddington en su libro La naturaleza del mundo físico.
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    No van a encontrarla en afiches de atardeceres ni en señaladores púrpura, pero esa frase refleja la esencia del diálogo entre física y poesía: la limitación del lenguaje. La poesía existe porque el lenguaje es limitado, porque las palabras cuadriculan una realidad continua e infinita. Para ir más allá de ese cuadriculado, para expresar lo inexpresable, es necesario recurrir a permutaciones que prolonguen el alcance de la inteligencia.
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    De esas permutaciones emergen las microrrevelaciones de la experiencia estética y –acaso sean lo mismo– las claves inesperadas para entender el universo. Por eso, aquello que más de una vez empezó como artificio de la imaginación poética, como un protoplasma verbal donde el pensar y el sentir se confunden, germinó luego en una síntesis científica de la realidad.
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