En el Medioevo, para ser declarado satanista bastaba con descubrir supuestos estigmas en la víctima. Una vez demostrada —o arrancada— la culpabilidad se incineraba al «poseso». Hoy, para ser diagnosticado «enfermo mental», basta que el psiquiatra extraiga de nosotros una «confesión» o que involuntariamente presentemos determinados «síntomas». A continuación el paciente —antes el hereje— será rechazado como individuo incómodo o peligroso.