Fue porque yo no era precisamente hábil con la vida, y en aquella docena de años el trabajo de aprender fue gravoso y absorbente.
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Estaba construyendo una relación de pareja y después vino un hijo verdadero y propio, que nació en 1978.
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Quitarle tiempo y energía al niño que me había tocado en suerte: una culpa.
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ra juntar las páginas. Mientras, releía El libro de cocina de Alice B. Toklas, donde descubrí que el recuerdo que tenía de él era ya como de otro libro, de otra cosa.
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Cuando después me vino a la cabeza que también Proust partió de la comida y de esos territorios, las contracciones entre el estómago y el vientre fueron casi un aborto.
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Con el café delante le conté lo que había pensado, sin darle demasiadas vueltas: no he sido nunca capaz de explicar lo que iba escribiendo. No arremetió.
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Entre nosotros quedó una pregunta: después de tantos años difíciles, de batallas a todos los niveles que habíamos afrontado unidos, ¿seríamos capaces, ahora, de afrontar el éxito, el suyo y el mío?
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Quien se ocupó del desarrollo del libro en Einaudi fue Natalia Ginzburg, que a mis ojos residía en el Olimpo de los escritores.
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No lo dije entonces, pero lo pienso desde hace mucho, que la comida es un idioma que todos y todas utilizamos (¿quién no le ha dado alguna vez un caramelo a un niño o un bombón a una señora mayor?).
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Un idioma para que nos acepten, para hacernos querer… Pero también un idioma para la dejadez y el alejamiento, cuando la pasta está pasada o la carne insípida.
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