—Está bien. —Suspiré y la atrapé por detrás de las rodillas. Sin dudarlo, saltó a mis brazos y me abrazó, escondiendo el rostro en mi cuello.
Gimió, y tuve que contener la risa.
—No sabía que tenías miedo a las abejas, Olive.
—¿Se han ido? —susurró contra mi cuello. Apenas pude distinguir las palabras.
—En realidad, todavía están revoloteando, pero no dejaré que te piquen, no te preocupes. Nadie te alejará de mí, ni siquiera estas abejas malvadas.