pero a mí no me dolía nada aparte del alma, ay, ay, el del alma era un dolor agudo en todo el cuerpo,
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nos contaba del niño vidente del cerro que aspiraba neoprén cuando tuvo su encuentro con la Madre Santa.
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Nunca supimos de qué color tenía los ojos. Un niño pequeño, que iba a una escuela pública, decía que tras los lentes negros no había nada, que ella era ciega y que conducía en la oscuridad, que el pueblo, para ella, estaba hecho de tinieblas.
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Crecimos con el vidente y su sangre falsa. Crecimos con la sensación de que había un mundo ahí afuera que se estrellaba a veces con el nuestro. Crecimos con el eco de la guerra sucia. Crecimos con la voz baja de quien habla de muertos. Crecimos con el sonido de la radio de fondo: de cómo las canciones de amor se intercalaban con las noticias de las bombas, el relato de los fosos abiertos y llenos de cal donde los pelos se habían pegado a los huesos y la piel se había retirado de los labios, y todas las bocas estaban abiertas en esa oscuridad húmeda.
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Crecimos; casi siempre quisimos que las bombas estallaran acá, en el centro del pueblo, y el estruendo, de ser posible, nos dejara sordos para siempre.
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María hablaba del fin del mundo, se declaraba anticomunista, y volvía —una y otra vez— sobre una posible invasión extranjera, pedía que los fieles rezaran el rosario por Rusia.
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La realidad es la única película que nos quita el sueño.
ENRIQUE LIHN
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