Laura Restrepo

  • Añita Piñacompartió una citael año pasado
    Era una tarea desapacible entrevistar treinta muchachas con talles de avispa y cerebros del mismo animal.
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    Reconozco que también me lastimaban el orgullo su mucha juventud y sus pocos kilos, pero lo más doloroso era tener que concederle importancia a la sonrisa Pepsodent de miss Boyacá, a la soltería cuestionada de miss Tolima, a la preocupación por los niños pobres de miss Arauca.
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    —Salga para el barrio Galilea, que allá se apareció un ángel.
    —¿Qué ángel?
    —El que sea. Necesito un artículo sobre ángeles.
    Colombia es el país del mundo donde más milagros se dan por metro cuadrado. Bajan del cielo todas las vírgenes, derraman lágrimas los Cristos, hay médicos invisibles que operan de apendicitis a sus devotos y videntes que predicen los números ganadores de la lotería. Es lo común: mantenemos una línea directa con el más allá, y la nacionalidad no sobrevive sin altas dosis diarias de superstición. Gozamos desde siempre del monopolio internacional del suceso irracional y paranormal, y sin embargo, si era justamente ahora —y no un mes antes ni un mes después— que el jefe de redacción quería un artículo sobre aparición de ángel, era sólo porque el tema acababa de pasar de moda en Estados Unidos.
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    El abuelo se quedaba dormido en medio de la lectura y entonces yo, sonámbula, repetía en voz baja retazos de su trabalenguas todopoderoso. Samaria, Galilea, Jacob, Raquel, Bodas de Caná, lago Tiberíades, María de Magdala, Esaú, Getsemaní, retahíla de nombres sonoros que rodaban bienhechores por mi alcoba a oscuras, cargados de siglos y de misterios. Los había también pavorosos, como las palabras «mane teselfares», que aún no sé qué significan pero que presagian la destrucción, o como éstas otras, «noli me tangere», durísimas, dichas por Jesús resucitado a Magdalena.
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    Confieso que cuando mi jefe dijo «Galilea», en ese primer momento la palabra no me transmitió nada. Hubiera debido obrar en mí como una premonición, como una señal de alarma. Pero no fue así, tal vez porque la voz fastidiosa que la pronunció le había apagado la fuerza. Simplemente se daba el hecho peculiar de que a los barrios más pobres les endilgaban nombres bíblicos —Belencito, Siloé, Nazaret— y yo no le di al asunto más vueltas que ésa.
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    Después subimos por entre los barrios populares de la montaña hasta que se borraron las calles. Había empezado a llover, y el taxista me dijo:
    —Hasta aquí la puedo traer, tiene que seguir a pie.
    —Está bien.
    —¿Seguro quiere que la deje? Se va a mojar.
    —¿Hacia dónde camino?
    Me respondió con un gesto vago de la mano, como señalando la punta invisible de la montaña:
    —Hacia arriba.
    Con razón hay ángeles allá, pensé. Eso queda llegando al cielo.
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    La tal Galilea era una barriada de vértigo.
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    El interior de la casa despedía un olor a guarida de fumador empedernido.
    —Padre, vengo porque me hablaron de un ángel… —dije tratando de escampar bajo el alero.
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    Atravesé un patio interior de chiflones encontrados y mientras recorría un corredor con materas que no contenían matas, sino tierra reseca y colillas, pensé que las barbas hirsutas de ese cura debían rasguñar como papel de lija. Por un instante traté de imaginar cómo me defendería si intentaba tocarme.
    Nunca un desconocido me había hecho daño físico, y sin embargo en mi cabeza rondaba a veces, paranoica, la prevención. Me dio rabia la irracionalidad de la cosa: que se me ocurriera semejante disparate, cuando era obvio que el pobre sólo tenía interés en que lo dejara tomar su sopa en paz.
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    Cuando regresé a la habitación, lo encontré sentado en el catre y entregado con devoción a su sopa, con la cara tan pegada al plato que el vapor le empañaba los lentes.
    —Entonces no hay ángel —le hice el último intento al tema.
    —El ángel, el ángel, déle con el ángel, y acaso no se les ocurre pensar que sea un enviado
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