Wurtzel_ Elizabeth

De manera muy extraña, me había enamorado de mi depresión. La doctora Sterling tenía razón en ese aspecto. La amaba porque pensaba que era lo único que tenía. Estaba convencida de que la depresión era la parte de mi carácter que me hacía interesante. Me tenía en tan poca estima, notaba que tenía tan poca cosa que ofrecer al mundo en general, que lo único que justificaba mi existencia era mi agonía.

el Talmud señalaba con sabiduría: «No vemos las cosas como son. Las vemos como nosotros somos.»

Eso es todo lo que quiero en esta vida: que este dolor obedezca a un propósito.

Hace poco leí que el tratamiento de la depresión cuesta en Estados Unidos cerca de cuatro millones y medio de dólares sólo por la productividad que se pierde y por las faltas de asistencia al trabajo. Dicho de otro modo, la depresión es un enorme despilfarro de tiempo y de dinero.

El sexo rápido y barato no tiene ningún encanto. Mi cuerpo y mi mente son demasiado complejos para eso.

Ya entonces, con la mentalidad de mis doce años, estaba bastante segura de que la vida no era sino una pretendida, larga distracción de lo inevitable.

Me da lo mismo que me dé lo mismo, bueno, a lo mejor sí me importa un poco que no me importe nada que no me importe (si es que los innumerables giros del argumento se pueden seguir); quizá lo lamente por toda la buena gente cuyos esfuerzos se pierden en un caso perdido como el mío.

La brevedad de la vida, lo digo a cada paso, hace que todo carezca de sentido si se piensa en la duración de la muerte. Cuando miro al futuro, sólo veo mi final.

Se suele hablar de esos espíritus incorpóreos que vagan por el mundo sin ningún lugar donde dejarse caer, pero a mí lo único que se me ocurre es que soy un cuerpo sin espíritu, y estoy segura de que hay abundantes conchas de molusco humano que ruedan por ahí, a la espera de que un alma las llene.

No conocía la existencia de un legado orgulloso de mujeres que habían hecho de una depresión abrumadora una obra de arte prodigiosa.