El compás del tranvía y del sacudidor de alfombras me arrullaba. Era el cuenco donde se moldeaban mis sueños. Primero, los sueños informes, veteados tal vez por el chorro del agua o el olor de la leche; luego, los largamente hilados: sueños de viajes y de lluvias. Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños; y cuando, más adelante a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que en el patio todo se me antojaba una señal.