Vea si puede imitar firmas ajenas. Al principio uno lo intenta (convencido de ser otro, de llamarse de otro modo), pero vuelve a brotar la firma de siempre, con terquedad. Con la práctica plasmará firmas tan diversas que nadie sospechará que son de una misma mano. Pase entonces a la etapa superior: dedíquese algunos libros de su vasta biblioteca. No importa que Charles Dickens esté muerto hace ya siglos; no importa que Gustave Flaubert jamás hubiese estampado una frase cordial (o no) en castellano. Tome un libro de los que se consideran «inmortales» y haga que un escritor famoso se lo dedique a usted, lector ignoto. Lea el libro (o reléalo) bajo la emoción de la dedicatoria.