Angela Saini

la ciencia no es un lugar neutro, independizado de la ideología (uso el término “ideología” en un sentido amplio, refiriéndolo al conjunto de ideas fundamentales de una persona, de una colectividad, de una época y de una cultura), lo que explica que los resultados que arrojan no pocos estudios científicos se acaben pareciendo sospechosamente a los prejuicios de la época y de quienes los llevan a cabo.

Creemos que la ciencia puede acabar con esa sensación oscura y constante de que poco importa que se aprueben leyes para fomentar la igualdad. La sensación de que no somos iguales. Pensamos que la biología quizá pueda explicar la desigualdad de género que siempre ha existido —y sigue existiendo— en el mundo entero.

El sexismo no es algo que perpetren solo hombres contra mujeres: también puede ser obra de mujeres que forman parte de la estructura de un sistema.

la igualdad no es un ideal político sino un derecho natural, biológico, de las mujeres

Las consecuencias más provocadoras que cabía extraer de él eran que a las mujeres se les negaba la vida que merecían y que la igualdad era un derecho biológico.

Nueva Zelanda fue el primer país soberano que concedió a las mujeres el derecho al voto, en 1893. La batalla proseguiría en Gran Bretaña hasta 1918, aunque entonces solo se concedió el voto a las mujeres mayores de treinta años. Gamble murió en Detroit en 1920, justo un mes después de que Estados Unidos ratificara la Decimonovena Enmienda a la Constitución, que prohibía negar el derecho al voto a los ciudadanos por razón de sexo.

Heape tenía buenos conocimientos de biología reproductiva y los aplicó a la sociedad con escasa objetividad, afirmando que la igualdad entre sexos era imposible porque hombres y mujeres estaban hechos para desempeñar funciones diferentes.

En 1891, otro experimento poco usual, realizado en Francia por el profesor de universidad Charles-Édouard Brown-Séquard, empezó a arrojar luz sobre el misterio. Sospechaba que los testículos de los machos podían contener alguna sustancia desconocida que influía sobre la virilidad. Intentó probar esta hipótesis por la vía rápida, inyectándose repetidamente una poción a base de sangre, semen y el jugo de los testículos machacados de conejillos de Indias y perros. El profesor afirmaba (aunque sus conclusiones nunca fueron comprobadas) que ese cóctel le proporcionaba fuerza, resistencia y claridad mental.

Con el tiempo se descubrió que los jugos secretos contenidos en las gónadas femeninas y masculinas eran unas sustancias químicas concretas a las que se denominó «hormonas».

Hoy sabemos que las hormonas sexuales, localizadas en las gónadas, son solo algunas de las cincuenta hormonas —o más— que produce el cuerpo humano. No podemos vivir sin ellas; son el aceite del motor. Se las ha descrito como una suerte de mensajeras químicas que se mueven por todo el cuerpo para asegurarse de que este hace lo que debe hacer, incluidas cosas como crecer o mantener una temperatura estable. De la insulina a la tiroxina, son de gran ayuda a la hora de regular las funciones de todo tipo de órganos. Las hormonas sexuales regulan el desarrollo y la reproducción. Las dos femeninas principales son el estrógeno y la progesterona. Los estrógenos hacen que se desarrollen las mamas de las mujeres, entre otras cosas, y la progesterona prepara sus cuerpos para el embarazo. Las hormonas sexuales masculinas se denominan andrógenos, y la más conocida es la testosterona