Fue entonces cuando ocurrió algo pasmoso: el libro empezó a moverse, a abrir sus páginas por sí mismo, y una lengua rosa, húmeda y reluciente, la lengua de un ser vivo y parlante, empezó a emerger del interior del volumen. El profesor quedó estupefacto. No daba crédito a lo que veían sus ojos. Miraba atónito cómo el órgano se alargaba hasta alcanzar su longitud total y luego volvía sorprendentemente a enrollarse, como si le hiciera señas. «Ven aquí —parecía decir—. Ven a mí». El profesor se aproximó como hipnotizado, cruzó la habitación y se detuvo cara a cara (para ser más precisos, cara a lengua) ante aquel fenómeno orgánico situado encima del archivador. ¿Qué podía hacer ahora? Sacó su propia lengua, un objeto descolorido, amarillento y blanduzco, abierta como una salchicha, y acarició amablemente con su punta la lengua del libro.
Esto es lo último que se supo de él.