Rodrigo Fernández

Aquella tarde, advirtió el entrechocar de unos remos contra la superficie del agua: avanzaba desde el oeste una barca, hija del crepúsculo. Atracó a pocos metros de la costa. De ella descendió la misteriosa joven, que mojada hasta la cintura, liviana como las estrellas que tempranamente adornaban la esfera celeste, tendió una mano que él tomó con delicadeza, y los dos subieron a la pequeña embarcación para remar durante la madrugada, siempre en silencio.

La mirada puesta en ese caldo movedizo parecía espesarles aun más el mal humor que ya arrastraban, que era el de cualquier relación intentando superar el tercer año a punta de eventos memorables.

—Te dijeron claramente que no gritaras. ¿Y qué fue lo primero que hiciste?

—No dijo no gritar, dijo no discutir.

—Discúlpeme, señor Precisión.

—De verdad así no se puede.

—¿Y cuándo se ha podido? Hace años que no nos podemos. No sé para qué insistimos.

Acto seguido sacó unas pastillas del bolsillo y le dio una a cada perro. Empezaron a crecer, a hincharse hasta alcanzar un tamaño poco más grande que un caballo.