Enrique Serna

  • Berenice Torrescompartió una citahace 4 meses
    –Lo sé, pero el amor es egoísta. Uno quiere llevarse lo mejor que tiene.
    –Amar es desear el bien de tu pareja –Nubia le soltó la mano, resentida– y la muerte es el peor de los males. Si me quieres muerta, entonces no me quieres.
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Aquella época difícil, en la que no sabía si refrenar o desatar mi agresividad, terminó providencialmente cuando la señora Reeves sufrió un ataque de embolia que la llevó al otro mundo. Permítanme hacer un alto en la narración para escupir sobre su recuerdo. Aún después de muerta siguió burlándose de mí. No esperaba gran cosa de su testamento, apenas una renta modesta por todos mis años de servicio, pero jamás imaginé que me incluiría entre sus bienes. Y encima se dio aires de filántropa. Fui donado al museo de su pueblo natal (New Blackwood, North Carolina) «con el deseo de que mis coetáneos conozcan las obras más relevantes del arte moderno», según dejó escrito en una carta para las autoridades del ayuntamiento.

    Esa traición acabó con mi paciencia. Estaba claro que nunca me otorgarían la libertad si yo no la conquistaba con mi propio esfuerzo. El notario de la señora Reeves retrasó deliberadamente los trámites de la donación para lucir ante sus amigos la pieza que tenía bajo custodia. Era un sujeto vulgar y despreciable. No solo hirió mi dignidad humana depilándome con rudeza, pues con él no valían sofisticaciones: también lastimó mi orgullo artístico. Después de haber alternado con obras de mérito en la sala de la señora Reeves no pude soportar la compañía de sus baratijas clasemedieras ¡Yo, un Picasso, junto a una reproducción de la Última cena de Salvador Dalí!

    Escapé de su casa con la sensibilidad maltrecha. Vagabundeando por las calles de Manhattan llegué a Greenwich Village, donde hice amistad con un carterista portorriqueño, Franklin Ramírez, quien se ofreció a enseñarme su oficio a cambio de que le sirviera como ayudante. Trabajábamos en los vagones del Metro en las horas de mayor congestionamiento. Yo dejaba caer unas monedas y Franklin deslizaba sus ágiles dedos en los bolsillos de los inocentes que me ayudaban a recogerlas. Con él pasé los días más felices de mi vida. Por fin alguien me trataba como ser humano. Era libre, tenía un compañero de aventuras, me ganaba la vida haciendo algo más divertido que posar como un muñeco de lujo. Lo más admirable de Franklin era su apabullante sinceridad en materia de pintura. El minotauro no le gustaba. Decía que la cabeza de toro estaba mal dibujada, que aquello era un monigote deforme,
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Bien dicen que cuando más amargas son las adversidades, más cerca estamos de la salvación.
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    —Bienvenido al Club de Profanadores del Arte. No sabes cuánta falta le hacías a mi colección. Tú eres algo distinto. Ya estaba cansándome de las obras inanimadas. Por mucho que las odie, una se cansa de pisotearlas.

    —¿Por qué odia usted el arte? —pregunté, amedrentado por su tierno saludo.

    —Qué maravilla. Además de guapo eres ingenuo —la perversa Brunhilde me miró con una mezcla de compasión y desprecio—. ¿Crees que tu deleznable tatuaje merece algún respeto? No, mi cielo, aquí no. Yo me río de Picasso y de la gente que lo admira, empezando por tu antigua dueña, que en paz descanse. Pobre ballena. Se creía culta y sublime. Yo vengo de vuelta de todo eso. Estamos en la edad de la impostura, cariño. El arte murió desde que nosotros le pusimos precio. Ahora es un pretexto para jugar a la Bolsa. Yo muevo un dedo y la tela que valía 100 dólares en la mañana se cotiza en cincuenta mil por la noche. Si hago esos milagros, ¿no crees que también puedo quitarle valor al arte? A eso me dedico desde hace algunos años. Heinrich podría comprarme todo lo que yo quisiera, pero tengo debilidad por las obras robadas. Es un primer paso para desacralizarlas, para quitarles la aureola de dignidad que tienen en los museos. Después viene lo más divertido: escupirlas, ensuciarlas, barrer el piso con ellas. ¿Y sabes por qué, ricura? Porque al hacerlo me destruyo a mí misma, porque ya no puedo creer en nada, ni siquiera en mi jueguito de las profanaciones, que vuelve locos a estos idiotas, pero a mí ya no me satisface. Quisiera que alguien me tratara como yo trato a las piezas de mi colección. Para eso te necesito, ¡castígame, amor, pégame, destruye a tu puta
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Picasso dibujó el tatuaje para insultarlos, y ellos, en vez de ofenderse, le demostraron a costa de mi felicidad que hasta sus burlas valían oro.
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    No solo era un exhibicionista irredento, sino que había desarrollado un sentimiento de inferioridad respecto al minotauro, una morbosa complacencia en ser el deslavado complemento de la gema que llevaba en el pecho. Y esas jovencitas ni siquiera veían el tatuaje. Me amaban a mí, al hombre que nada podía ofrecerles por carecer de la más elemental autoestima.

    No solo en el amor fracasaba, también en los estudios. Dicen que el arte es inútil o no es arte y mi carácter lo comprueba
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Carcajada de ambos, ahora sí franca y liberadora. Con los espasmos de risa, la mano de Clara se quedó como al descuido sobre la suya. Fue un contacto accidental, pero bastó para que Guillermo ardiera. Ya tenía celos retrospectivos, ya pensaba que la lealtad era una despreciable virtud canina, cuando Emilio irrumpió en el café y aplastó su naciente ilusión saludando a Clara con un beso en la boca
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    Guillermo se las ingenió, sin embargo, para extraer del modesto pecado una culpa enorme. Su angustia se recrudeció cuando puso la última viga en el centro de convenciones y ya no tuvo pretexto para viajar a Huatulco. Allá era un solista de la vileza. Reintegrado a la familia era un reptil entrometido en un coro de ángeles
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    El contorno del dibujo desapareció luego de mil fricciones dolorosas. Finalmente, sin reparar en irritaciones y quemaduras, asesiné con esmero la firma de Picasso. Había roto mis cadenas. Yo era yo.

    Sintiéndome desnudo, resucitado, prometeico, fui corriendo a mostrar mi pecho a los inspectores del Ministerio. Quería presumir altaneramente mi fechoña, demostrarles quién había ganado la batalla. Pero ellos guardaban un as bajo la manga: la cláusula sexta del párrafo tercero de la Ley de Protección del Patrimonio Artístico. La encantadora cláusula dispone una pena de 20 años de cárcel para quien destruya obras de arte que por su reconocido valor sean consideradas bienes nacionales. «¿Y qué pasa cuando una obra destruye a un hombre?» les pregunté, colérico. «¿A quién habrían castigado si hubiera muerto por culpa del tatuaje?». Cruzándose de brazos me dieron a entender que no tenía escapatoria. En una camioneta blindada me condujeron a esta prisión, donde me dedico desde hace meses al kafkiano pasatiempo de escribir cartas al secretario general de la ONU, rogándole que interceda por mí en nombre de los Derechos Humanos. Como el secretado no se ha dignado responderme todavía, he decidido publicar este panfleto para que mi situación sea conocida por la opinión pública.

    ¡Exijo libertad para disponer de mi cuerpo!

    ¡Basta de tolerar crímenes en nombre de la cultura!

    ¡Muera Picasso!
  • kim claudiacompartió una citael año pasado
    En el Volkswagen de Emilio, camino al teatro, todavía tuvo que soportar besuqueos y trueques de almíbar en cada semáforo. Su incomodidad no cesó hasta que se apagaron las luces y empezó la función. Si de todos modos iba a ser espectador, prefería el drama del escenario al meloso videoclip de sus amigos. La obra se llamaba Traición y el tema era bastante manido —un triángulo amoroso— pero con la rareza de que la intriga retrocedía en lugar de avanzar. Aunque los cambios de tiempo eran desconcertantes, y aunque Ofelia Medina lo encandilaba con su belleza, Guillermo estuvo atento a la obra casi media hora. Ni un minuto más, porque de pronto Clara, que tenía calor y se abanicaba el pecho con el programa de mano, empezó a rasparle la pantorrilla con la punta de su tacón izquierdo. Al principio creyó que se trataba de un tic nervioso y retiró la pierna con enfado porque no podía soportar, deseándola tanto, la limosna de un roce involuntario. Pero Clara estaba consciente de lo que hacía y no cejó en el pedestre asedio, llegando al extremo de quitarse el zapato para incursionar pantalón adentro con su pequeño y cínico pie.

    Al terminar la función, cuando Emilio fue a pagar el estacionamiento, hicieron cita para el día siguiente en casa de Clara. Pasaron el mejor domingo de sus vidas, amándose hasta ver constelaciones a ras de suelo. El lunes Guillermo encontró a Emilio en la facultad y no le pudo sostener la mirada. La culpa se había aposentado en su alma.
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