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Claude Lévi-Strauss

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    Alguien, siete años después y precisamente para comentar su vigencia, llamaba la atención sobre el singular hecho de que el «intelectual» más prestigiado en Francia no fuera un intelectual, sino un «prosaico profesor de antropología»[1]. Esto no debe interpretarse sino como un síntoma más del creciente ascendente que la antropología, con su estilo de acceder al conocimiento y su manera particular y distinta de «dar con las cosas», parece no haber cesado de conquistar.
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    Este proceso de impregnación antropológica sobre todas las ciencias sociales y las humanidades en general, cuya conclusión no se atisba por el momento, concede un lugar privilegiado a la aportación teórica de Lévi-Strauss, absolutamente decisiva en la configuración de prácticamente la totalidad de corrientes etnológicas hoy en vigor. En ese sentido, debe entenderse como insustituible la consideración de Tristes trópicos en orden a una valoración precisa del pensamiento levi-straussiano y, por extensión, de toda la antropología contemporánea y de la autoridad en aumento que viene a ejercer intelectualmente sobre otros sectores del saber[2].
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    Aquí tenemos, por ejemplo, un clarificador reconocimiento de la deuda debida a Marx y Freud: la siempre presente convicción de que son leyes inconscientes las que ocultamente rigen lo humano y de que la finalidad de toda indagación que tenga como objeto la vida social debe situarse en la dirección de reconstruir la gramática secreta sobre la que se organiza.
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    Por otra parte, se nos permite apreciar de qué modo resulta aplicable a un material etnográfico de primera mano la categorización levi-straussiana de la cultura como el nexo comunicacional entre mundo y sociedad, en que el hombre actúa como permutador, y también como el lugar donde se evidencia la asimilabilidad hombre-sociedad-lenguaje, que sitúa los estudios culturales en el ámbito de la semiología, convertida ésta ya en una nueva especie de materialismo en que la materia ha dejado de ser una sustancia para convertirse en una relación.
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    allá por los años treinta, veinte años antes, por tanto, de la publicación del original francés del libro. Aquí, ante todo, se habla de aquellos «salvajes civilizados», como los designaba en uno de sus primeros trabajos[4],
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    Si Tristes trópicos merece ese lugar de privilegio que se le concede en el conjunto de la producción literaria etnográfica de todas las épocas, no es tanto por las sugestiones científicas que incorpora como por ese tono de extraordinaria melancolía, ese lirismo apesadumbrado con que el más sobresaliente de los representantes de la antropología estructural evoca no sólo aquellos días vividos entre los amazónicos, sino también las circunstancias personales que le fueron conduciendo al descubrimiento de una vocación irreversible, así como la tesitura sentimental a que aboca el contacto sin mediaciones con aquellos que la antropología ha constituido en el objeto mismo de su ciencia: los otros.
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    Las páginas que ahora siguen no se entenderán plenamente si no se dice en primer lugar que Lévi-Strauss no hace en ellas sino reproducir, ahora a través de una experimentación etnográfica que el filósofo ginebrino de las Luces sólo intuyó, las obsesivas búsquedas que llenaron toda la vida de Rousseau: búsqueda «de la sociedad de la naturaleza», sabiendo que sólo allí era posible meditar sobre «la naturaleza de la sociedad»; búsqueda del principio, de lo que Lyotard había llamado «la fe originaria»[7], una «frescura antigua…, la grandeza indefinible de los comienzos» (pág. 395), ese estado prístino que, como afirmaba Rousseau y como Lévi-Strauss repite aquí en dos oportunidades (págs. 340 y 447), «seguramente no existe, quizá nunca existió, probablemente no existirá jamás y del cual, sin embargo, es preciso tener nociones justas para juzgar bien nuestro estado presente»; búsqueda de una ciencia de nuevo cuño, la «nueva sociología» de la que habla Lévi-Straus (pág. 467), capaz de asumir la completitud de la condición humana, cuyo principio innegociable fueran aquellas palabras con las que Rousseau fundaba, sin saberlo, la etnología y que quedarían recogidas en su homenaje:
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    «¿Escribe el etnólogo otra cosa que confesiones?». Esta es la pregunta, formulada en el discurso en honor de Rousseau[10], a la que Tristes trópicos había ya anticipado una respuesta negativa. Este libro es todo él una confesión. El observador, consciente de que está ante seres que se piensan en él y en quienes él mismo se piensa, se ha situado ya en el campo de lo observado:
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    El etnógrafo ha sido delegado para estudiar formas sociales que han sido previamente condenadas a muerte y para convertirse, de paso, en auténtico «símbolo de expiación», encarnación de la mala conciencia de una cultura homicida de todas las otras.
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    La antropología no es sólo una ciencia: es también un estado de ánimo
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