Kristen Orlando

Además, ella es, como me gusta llamarla, estúpidamente linda. Es tan hermosa que te atonta y te hace dar traspiés.

Recoger manzanas, los sembradíos de calabaza, los laberínticos plantíos de maíz y las casas embrujadas; el tipo de normalidad inalterada que encontrarías en una pintura de Norman Rockwell.

Me enferman sus “lo lamento”, tanto los que dicen como los que nunca pronunciarán.

Ella siempre quiere “discutir” todo para sentir que está cumpliendo con su deber materno, aunque en realidad sospecho que quiere que hablemos solo para que le diga que todo está bien y que podré arreglármelas sin ellos. Y es lo que hago. Cada vez que ocurre sigo el libreto y le digo lo que desea escuchar para que ella no se sienta culpable y pueda dormir tranquila en la noche.

Cuando entro a la cocina, me guiña el ojo, continúa silbando y me da una taza de café recién preparado. Me encanta que no deje de silbar ni que me dé los buenos días. Es como si estuviéramos en medio de una juguetona rutina matinal que llevara años así.

–Solo tienes esta vida –dice finalmente Sam–. Nadie podrá darte una hoja de ruta y no puedes vivir la de alguien más. Tienes que vivir la tuya.

Me siento como una zombi, como un robot. Toda mi vida he obedecido cada una de sus órdenes, me he obligado a llevar un millón de distintas máscaras y, simplemente, estoy cansada. Estoy exhausta de sentirme medio muerta.

–Sabes, de verdad apesta cuando te das cuenta de lo egoístas que son tus padres –digo, con un tono de voz apenas audible–.

Sus palabras me punzan las entrañas y casi me doy por vencida. Estoy a punto de retractarme de todo lo que dije para que ella pueda dormir esta noche. Es solo que ya no puedo hacerlo más.
–Es demasiado tarde para disculpas, mamá. Es demasiado tarde.

–Me he acostumbrado tanto a esto, al miedo, que de alguna manera se ha vuelto normal.