Finalmente, los tres navegantes desembarcaron en la isla de Eea. Circe vio a Penélope, de la que había oído hablar mucho; Penélope vio a Circe, de la que había oído hablar mucho. Sepultaron en la isla desierta a aquel que había sido su marido, padre, amante. Después se miraron. No sabían qué hacer con sus vidas. Entonces Atenea intervino. Dijo que Telégono debía casarse con Penélope y Telémaco unirse a Circe. «De Circe y Telémaco nació Latino, del que tomó nombre la lengua latina, en tanto que de Penélope y Telégono nació Ítalo, que dio nombre a Italia.»
Una vez más, la inteligencia de Atenea había encontrado el camino que nadie más hubiera vislumbrado. Demasiado audaz, demasiado insólita. Atenea sabía que eran los últimos momentos de la era de los héroes, y era necesario concluirla con un acto que tuviera toda la potencia de aquello que lo había precedido –que fuera algo único e irrepetible, como los héroes mismos.