Asistir a la puesta a punto de un acuerdo internacional resultaba incluso soporífero. Yo tendría que informar de cualquier avance milimétrico y presentarlo como si fuera una revolución, pero ¿a quién podía interesarle? ¿A quién, si yo era el primero que me amodorraba en las salitas en penumbra, hinchado a sándwiches que no paraba de comer, mecido por los discursos monótonos de los delegados senegaleses, cubanos o llegados del Tíbet con su túnica tradicional?