Joke J. Hermsen

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    En el siglo XVIII, cuando se abolió definitivamente el sistema feudal y el nacimiento de la sociedad moderna era un hecho, se empezaron a buscar por primera vez las causas sociopsicológicas de la melancolía.
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    Entonces observé mi imagen en el espejo y, por primera vez en mi vida, tomé conciencia de los contornos bien definidos que me separaban de todo lo que me rodeaba. Mi silueta era tan nítida que me sentí como uno de aquellos muñecos trazados con líneas de puntos perforados en una cartulina que se desprendían ejerciendo un poco de presión con los dedos. No podía creer que aquella niña desprendida de su entorno en aquel dormitorio oscuro fuera yo
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    De esta forma, el amor no solo nos ofrece la posibilidad de conocer al otro, sino también la de conocernos a fondo a nosotros mismos, pues anula nuestra sensación de soledad y abandono, nos reconcilia con la muerte y nos permite experimentar de nuevo la riqueza sin límites de nuestro yo interior.
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    Quien se propone describir o representar algo visualmente, choca de forma inevitable con los límites del lenguaje y la imagen, las herramientas de las que dispone para «captar» cosas, que, por definición, son mudables e inaprehensibles. Y esa constatación también alimenta la melancolía, porque tomamos conciencia de que nunca podremos asir el carácter único y específico del mar que se extiende ante nosotros
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    La ansiedad que experimentamos por la posibilidad de sufrir pérdidas futuras tiene que ver en parte con la creciente incertidumbre económica, la amenaza de una crisis climática, la migración y el terrorismo, pero también con un sentimiento más indefinible relacionado con la alienación, el desarraigo y una fatiga generalizada
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    El consuelo para nuestra melancolía se encuentra en «vivir bien con los demás», para lo cual, entre otras cosas, le contamos a nuestro prójimo quiénes somos y quiénes nos gustaría ser
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    El presente, que en la vida ordinaria es la dimensión temporal más fugaz, para el hombre pensante no es más que el punto de encuentro entre un pasado que ya no existe y un futuro que se aproxima, pero todavía no ha llegado. El hombre pensante vive en un intervalo». Y en ese «intervalo» es donde, según Arendt, puede surgir un nuevo pensamiento «resistente a la transitoriedad» capaz de actuar como contrapeso de nuestra melancolía
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    por nuestra condición lingüística. El lenguaje nos permite contar historias, pero también hace que nuestra comprensión de «quiénes» somos llegue siempre una fracción de tiempo más tarde que nuestra experiencia inmediata. Entre el momento vivido —la experiencia inmediata— y la expresión del mismo en términos lingüísticos, es decir, la forma en que lo hemos percibido, hay siempre una distancia
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    Para poder experimentar y comprender algo, hace falta un lapso de tiempo que se eleve por encima del pasado o el futuro, un ahora que, como ya hemos visto, Arendt llamaba nunc stans. Sin embargo, en el momento en que percibimos el ahora, es decir, en el momento en que le damos coherencia lingüística, deja de ser un ahora vivido, deja de ser experiencia inmediata
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    El instante se pierde tan pronto como tratamos de describirlo con palabras. La distancia entre lo vivido y lo percibido —lo expresado a través del lenguaje— representa, dicho de otra forma, la pérdida que experimentamos continuamente como seres cognitivos y lingüísticos, pero también alimenta nuestra melancolía y nuestra esperanza de salvar algún día dicha distancia
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