Laura Sofía Rivero

Quien pronuncia lo que nadie nombra comete un pecado capital: el del mal gusto. La adultez es un oficio de soslayo, la continua aspiración a lo invisible.

Quien decide no existir para los otros es un cínico o es un loco. Quizá haya una manera de pertenecer al mundo y conservarse fuera de él. Ojalá alguien, pronto, encuentre la manera.

Ácido e irritante, el alcohol no es buen amigo del intestino. El tracto digestivo lo reconoce como una amenaza y se propone desecharlo sin perder tiempo. Por eso en las celebraciones, la multitud se reúne para ingerir, pero también para evacuar. Las fiestas son congregaciones de las vísceras.

La adultez es un oficio de soslayo, la continua aspiración a lo invisible.

Y esa incapacidad de regular algo tan mínimo como la apertura y cierre de un músculo circular no es sino una pequeñísima metáfora, recuerdo sucio, de la inexorable incertidumbre.

Le tememos a catástrofes monumentales sin darnos cuenta de que el verdadero pavor debería provenir de los minúsculos, los invisibles diminutos.

Al crecer, constreñimos nuestros antojos porque madurar implica reconocer los límites del deseo.

la salubridad no es un acto humanitario, sino comercial; el cuerpo también se nos desgaja poco a poco en monedas de cinco pesos y cheques donde los límites entre la vida y la muerte también tienen una cifra monetaria.

Debido a esta vergüenza, Thomas Jefferson ocultó de su familia durante más de veinticinco años que sufría de una diarrea crónica.

Durante siglos nos hemos afanado en el ocultamiento.