Carlos Domínguez Morano

  • Bianca Beltráncompartió una citael año pasado
    La vertiente exterior del fenómeno místico, la visible, sí puede ser objeto de observación y análisis. La interior, la no visible, por ser subjetiva e irrepetible, escapa por completo a la observación y al análisis. Como en otros estados internos, y quizás más aún en el caso que nos ocupa, podemos limitarnos a estudiar su dimensión exterior (qué decían los místicos, qué se supone que sentían, qué cosas les pasaban, qué tenían en común y qué de distintivo…). Pero, evidentemente, este modo de acercamiento correría siempre el peligro de favorecer un reduccionismo simplificador, así como de limitarnos a los aspectos más anecdóticos del fenómeno.

    Entonces, ¿cómo afrontar ese lado interno esencial al fenómeno? De hecho nos encontramos con una problemática análoga a la que afrontaba san Agustín a propósito del tiempo: «¿Qué es, pues, el tiempo?», se preguntaba. «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé»2. Algo análogo es lo que sucede con todo aspecto de la subjetividad: el amor, la compasión, la inspiración artística, la propia consciencia… La esencia intangible de esos estados solo puede entenderla quien los ha experimentado. Quien no ha amado no tiene idea de qué cosa sea el amor, del mismo modo que un ciego no puede imaginarse qué sea eso de ver. Y si esto es así, tanto más lo será en el caso de la experiencia mística, en la que, en sus estados más elevados y paradigmáticos, son pocos los que están y pueden dar alguna cuenta de ello.
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    Pero como el mismo Wittgenstein reconoce, el límite no se puede poner al pensamiento, sino «a la expresión de los pensamientos. Porque para trazar un límite al pensamiento, tendríamos que ser capaces de pensar lo que no se puede pensar»10. Y es precisamente «lo que queda al otro lado», lo que nos sitúa en el campo de lo místico, «lo inexpresable. Lo que se «muestra» a sí mismo (zeigt sich)». Y de eso «inexpresable» es de lo que, no obstante, pretende hablarnos el místico, de una «visión del mundo sub specie aeterni…». Como Wittgenstein concluye, «sentir el mundo como algo limitado es lo místico»
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    El místico no es más que el creyente que ejercita de una forma determinada, quizás con una peculiar intensidad subjetiva, su experiencia de fe.
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    Para Evelyn Underhill, la mística no es sino la expresión de la tendencia innata del ser humano hacia la completa armonía con el orden trascendental, sea cual fuere la formulación teológica con la que se entienda ese orden. De ahí que toda persona que despierta —aunque sea ligeramente— a la conciencia de lo trascendente inicia la misma senda seguida por los místicos
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    la mística constituye una vertiente fundamental de toda experiencia religiosa, en cuanto que en dicha experiencia (aunque no solo en ella) ha de tener lugar, de un modo u otro, un deseo de comunicación, unión, encuentro amoroso y gozoso con aquella realidad última en la que se cree. El grado en el que esa unión se experimente podrá ser muy diverso y con modalidades muy diferentes. Pero podríamos afirmar que al hablar de experiencia mística, nos vamos a referir a un tipo de experiencia de vinculación amorosa y gozosa con el Misterio que todo sujeto creyente (aunque no solo él) puede reconocer en él.
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    Como muy bien señala Martín Velasco al tratar del núcleo originario de la experiencia mística, esta es vivida con frecuencia como una petición ardiente a Dios para que diga su nombre, muestre su rostro, descubra su presencia; «pero todo ese proceso está animado, movido por un deseo ardiente, por la fuerza atractiva del amor, y esta solo se aquieta en la unión con el “objeto” amado».
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    Karl Rahner criticaba con razón toda una teología de la mística que acentuaba mucho el carácter extraordinario y elitista de los fenómenos místicos haciendo pensar que estos encarnan un nivel superior al resto de los creyentes, cuando en realidad solo manifiestan un momento interno y esencial de la fe común a todos3
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    lo místico nos abre a lo misterioso, lo inmanipulable, lo que nos desborda, lo invisible, lo no evidente para el entendimiento. Y la fe no se puede identificar ni con ética ni con doctrina, sino con mística37.
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    Variedades de la experiencia religiosa,
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    «No hablando, no deseando, ni pensando», afirma Miguel de Molinos, «se llega al verdadero y perfecto silencio místico que abre la puerta para que Dios se comunique»49.
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