Nuestro pensamiento está influenciado por las limitaciones y formas del espacio, y nuestras ideas se adaptan irremisiblemente a nuestro entorno. De ahí proceden todas las mezquindades de la burguesía: esa clase domesticada que contempla el mundo desde un sillón orejero y no sabe imaginar nada más lejos; esa gente que no tiene otro ideal que comprarse una casa más grande con un sofá más amplio, y que considera—como diría Byron—que el amor es lo más parecido que hay a un contrato fijo o a una propiedad inmobiliaria. Nunca enseñarán a sus hijos que se puede tener fortuna sin ser rico. La burguesía reclama la sujeción a las conveniencias, y por eso excluye la originalidad, la pasión, la individualidad y la libertad de la vida bohemia: condiciones que, por el contrario, son propias del espíritu y del talento. Hay burgueses que hablan mucho del «más allá», pero al ver la estrechez de sus opiniones, uno se pregunta en qué estación del «más acá» se han bajado del tren