Gabriela Ponce

Yo siempre con el cuerpo endurecido porque en mi cuarto la oscuridad daba vueltas queriendo asfixiarme y nada quería tener yo que ver con ese paisaje desolado de las seis de la tarde, con ese último trozo de sol.

Nos tomó tiempo, almitas huérfanas que éramos los dos, dejarnos.

La decisión tardaría tanto y se haría de a poco. Fuimos arrancando lento el pedazo, despacio fuimos jalando el trozo de carne para que la sangre se disparara como pepitas, como susurros o como petardos.

Nada que hacer: eso que era el vínculo y que era la suma de todo lo enumerado, lo acumulado, lo perdido, desapareció (se volvió un mechón de pasto que brota de la grieta).

Así era más fácil el

El matrimonio se había hecho polvo porque yo intuí que tenía algo de fuerzas para sobrevivir a esa natural desintegración o por la ilusa idea de una mejor vida o porque ignoraba el dolor mortal de esa pérdida.

Pero tenía amigas y la amistad redime, salva, levanta.

Pero esto que acabo de decir no es así de sencillo, porque la memoria está preñada de imágenes que al mínimo roce con la materia se presentan ante uno con la devastadora realidad de la ausencia, lo que siempre va a faltar.

Esa nostalgia te ataca el resto de la vida y el mechón de pasto es huella que esconde el bosque bajo los pies.

El encuentro con el hombre de la cueva ni atenuaba el dolor ni lo borraba, era una verificación de las posibilidades de la pérdida, del desamor y del deseo.