Pero yo y las otras chicas sanas disfrutábamos plenamente de las bellezas del lugar y de la estación. Nos permitían deambular como gitanas por el bosque desde la mañana hasta la noche. Hacíamos lo que se nos antojaba e íbamos adonde queríamos, y teníamos una vida mejor también. El señor Brocklehurst y su familia no se acercaban a Lowood en esas fechas, por lo que nos libramos de su intervención en los asuntos domésticos. La cocinera malhumorada se había marchado, espantada por el miedo a contagiarse; su sucesora, antes matrona del dispensario de Lowton, no conocía las costumbres de su nuevo hogar y nos alimentaba con relativa liberalidad. Además, había menos que alimentar, ya que las enfermas comían poco. Nos llenaba más los cuencos del desayuno y, cuando no tenía tiempo de preparar un almuerzo formal, lo que ocurría con frecuencia, nos daba un gran trozo de pudin o una gruesa rebanada de pan con queso, y nos lo llevábamos al bosque, donde cada una comía opíparamente donde más le gustase.