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Edith Hamilton

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    Pasado el tiempo, cada una tuvo su propio campo especial. Clío era la musa de la historia, Urania de la astronomía, Melpómene de la tragedia, Talía de la comedia, Terpsícore de la danza, Calíope de la poesía épica, Erato de la poesía amorosa, Polimnia de los cantos a los dioses y Euterpe de la poesía lírica.
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    Pero Zeus también había sido rápido: cuando Hera consiguió ponerle la vista encima, él se encontraba junto a la más encantadora vaquilla (que era Io, por supuesto), y juró que no la había visto jamás hasta ese momento y que acababa de surgir, recién nacida, de la tierra. Y esto, dice Ovidio, muestra que las mentiras que cuentan los amantes no irritan a los dioses.
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    Entregó a Io de mala gana y Hera se ocupó de guardarla bien lejos de él, dejándola bajo el cuidado de Argos, solución excelente para los propósitos de Hera, ya que éste tenía cien ojos.
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    No obstante, terminó por pedir ayuda a su hijo Hermes. Éste bajó a la tierra y, nada más poner un pie ahí, se despojó de todas sus características divinas y se acercó a Argos como paisano, tocando dulcemente el caramillo. A Argos le encantó el sonido y pidió al músico que se acercara: “Podrías sentarte junto a mí en esta roca”
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    Esta historieta no parecía especialmente aburrida, o no más que otras, pero a Argos sí se lo pareció: se le durmieron todos los ojos. Hermes lo mató de inmediato, por supuesto, pero Hera tomó los ojos y los colocó en la cola de un pavorreal, su pájaro favorito.
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    Parecía entonces que Io quedaba libre, pero no: Hera se volvió contra ella de nuevo. Envió un tábano para que la picara, y éste la aguijoneó hasta volverla loca. Io le contó a Prometeo:

    Él me persigue por todo el ancho mar.

    No puedo detenerme para comer ni beber.

    No me deja dormir.
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    Ciertamente, la parte del mar que había recorrido primero en su delirio se llamaría Ionio en su honor, y el Bósforo, que significa “vado de vaca”, conservaría el recuerdo de su paso por ahí, pero no alcanzó el consuelo verdadero hasta que por fin logró llegar al Nilo, donde Zeus la devolvió a su forma humana. Ella le daría un hijo llamado Épafo, y viviría por siempre feliz y honrada, y

    Piensa que de tu raza nacerá

    alguien magnífico con el arco, atrevido,

    y que él me hará libre.
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    El descendiente de Io sería Hércules, el más grande de los héroes, el más grande casi de los dioses, y quien daría por fin a Prometeo la libertad.
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    odas las doncellas llevaban sus cestas, sabiendo que las flores estaban ya en su momento perfecto. La de Europa era de oro, exquisitamente grabada con figuras que representaban, por raro que parezca, la historia de Io, sus viajes bajo la forma de una vaca, la muerte de Argos y a Zeus tocán­dola con la suavidad de su mano divina y haciendo que volviera a ser mujer. Era, como puede imaginarse, una maravilla digna de contemplar, confeccionada nada menos que por Hefesto, el trabajador celestial del Olimpo.
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    Sonriendo, Europa se sentó sobre su lomo, pero las otras, que iban a seguirla, no tuvieron ocasión. El toro se levantó de un salto y a toda velocidad se dirigió a la orilla del mar y luego al agua, pero no zambulléndose, sino sobrevolándola. A su paso, las olas se calmaban y un cortejo surgió de las profundidades para acompañarlo: los extraños dioses del mar, nereidas subidas en delfines y tritones haciendo sonar sus cuernos, y con ellos el poderoso señor del mar, hermano del mismísimo Zeus.
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