«Obra transgresora e iconoclasta», anuncian satisfechos en la solapa de los libros quienes se sienten del lado del autor, cuando éste derriba los ídolos de los demás pero no los propios. El fin natural del autor cruel es la soledad, la de un Bernhard o la de un Cioran, dos soledades quizá no absolutas, porque es imposible conseguirlas salvo mediante el suicidio o la locura, pero que pagan su lucidez con el progresivo alejamiento de su público, incluso de sus amigos.