Llamadas de Ámsterdam

El problema sólo podía agravarse con el tiempo; Juan Jesús evocaba a una mujer que sólo en parte existió con él, la perfeccionaba en su imaginación para hacerse el mayor daño posible.

se tragaba los años, según aseguraba Lascuráin, y de algún modo eso era peor; ni siquiera permitió que la vida lo desgastara con provecho, merecía su “edad indefinida”.

¡Y estaba igualito que hacía veinte años! Ni el tiempo ni los dramas le dejaban cicatrices.

Sólo ella podía acompañarlo con pasos cansinos hasta la puerta y entregarlo a la lluvia sin ofrecerle la menor protección; sólo él podía salir a la lluvia sin pedirle un paraguas o al menos una bolsa de plástico. Gente que se empapaba sin importancia y aguardaba a que sus manos se secaran de cualquier modo.

Tal vez se dejó llevar por las esperanzas del principio y las imprecisas virtudes atribuibles a un desconocido, o tal vez advirtió sus altibajos desde entonces y decidió ignorarlos.

Escuchó su voz en la contestadora, el tono fresco y optimista con que la conoció, aunque en el fondo sólo conocemos optimistas. ¿Quién anuncia sus miserias desde el primer encuentro?

Juan Jesús supo en qué parte estaba de la pista de carreras. Entendió al fin lo que sintió al bajar los escalones del edificio de Nuria: un deseo irrefrenable de conocerla ahora, cuando ya no requería del episodio previo que fue él, lejos del viaje que no hicieron, las esclavitudes a una familia ya atenuadas por las pérdidas, descubrir el cuerpo y la entrega de Nuria sin los sobresaltos, las huidas, las noches fracturadas en las que debía salir, ocuparse del padre, pensar en tantas cosas; eliminar lo que sirvió para que ella llegara a ese ventanal y mirara caer la noche y existiera de ese modo, con él, que ya había borrado el futuro que no tuvo.

No. –La palabra salió en tono vacilante, como si ella pensara en aclararla después (“te dije que no tengo hijos míos; Isidro es adoptado”), una mentira que, de modo técnico, significaba una verdad.

Una noche se detuvo en la esquina elegida y marcó con el pulso de quien hace una apuesta fuerte, el lance que puede ser bueno o malo pero tranquiliza por el hecho mismo de ser definitivo, la zona donde el apostador acepta la frase que llega una sola vez y confunde la resignación con la esperanza: “Va mi resto”.

Siempre fuiste un resentido. Te fascinó que Nuria fuera una niña rica y la odiaste cuando te dejó. Te jodió la envidia. Es la plaga de este pinche país. No puedes comer algo sin que a otro le duela la panza.