Quienes, a base de esfuerzo y aptitudes, triunfan en una meritocracia competitiva acumulan deudas de una naturaleza que esa competencia misma se encarga de esconder. A medida que la meritocracia se agudiza, el afán por triunfar nos absorbe hasta tal punto que nuestro endeudamiento se vuelve invisible para nosotros. Así es como incluso una meritocracia imparcial, una no alterada por trampas, sobornos ni privilegios especiales para los ricos, induce a sus ganadores a formarse una impresión equivocada, la de que se lo han ganado por cuenta propia. Los años de extenuante esfuerzo que se les exigen a los candidatos a entrar en universidades de élite casi los fuerzan a creer que su éxito es obra suya y de nadie más, y que, si no consiguen acceder a alguna de ellas, solo pueden culparse a sí mismos.