Hablaba.
Contaba... unas... historias —de él, de su familia— que pronto me capturaron, a mi pesar, para toda la vida. Acepté la sinuosa compañía, acepté su frío, o acepté el frío, porque, y fue un descubrimiento extraordinario, comprobé que la presencia de Ciruelo daba frío, pero esa sensación (era un frío repulsivo) desaparecía tan pronto yo la discernía; o seguramente las palabras inmediatas de Ciruelo lograban que me olvidara del frío y que, en su lugar, escuchara su voz caer de todas partes como fuego.
Hoy recuerdo dos de esos «momentos estelares» de mi vida con Ciruelo, a los catorce años.
El primero ocurrió una tarde, durante el último recreo: Toño propuso que en lugar de la Odisea nos fuéramos al Jardín de las fresas (los sacerdotes cultivaban fresas, que nadie se atrevía a robar porque era un delito con pena de infierno), un sitio extraño en el colegio: realmente bello, con sauces, saúcos y eucaliptos y varios bancos de madera alrededor, acaso para que los niños se sentaran a paladear en sueños la tentación del fruto prohibido —