La activa felicidad de aquellas niñas y muchachas fue lo primero que me hizo comprender la estupidez de la creencia, tan común entre nosotros, de que la vida sólo es y será feliz si hay que luchar por ella. A la vista de aquella juventud, tan llena de vigor, de alegría y de impaciencia de vivir, tuve que modificar tan radicalmente mis ideas que nunca más han vuelto a ser las mismas. El sólido nivel de salud de que gozaban les inyectaba ese estímulo natural que acostumbramos a denominar «espíritu animal»... extraña combinación de términos más bien contradictorios. Se encontraban en un entorno inmediato agradable e interesante, y ante ellas se abría la perspectiva de largos años de estudio e investigación, el fascinante e inacabable proceso educativo.