En mi más temprana infancia solía cubrirme los ojos con las palmas de las manos y pronunciaba: «No estoy»; y luego, quitando las manos, decía: «Ya estoy». Lo segundo provocaba una alegre y chillona aprobación de los presentes. «¡Estaaaás!»
Este juego infantil, el más elemental —que inculcaba en la conciencia las nociones: estoy, existo (o sea, veo), y no estoy, no existo (o sea, no veo)—, tuvo una versión algo más adulta.