Orlando

Pues no se equivoca el filósofo que afirma que nada más grueso que el filo de un cuchillo separa la felicidad de la melancolía;

quién puede estar seguro de que su ira no haya pintado lo que más teme averiguar?–,

no se equivoca el filósofo que afirma que nada más grueso que el filo de un cuchillo separa la felicidad de la melancolía; y procede a opinar que una es gemela de la otra; y extrae de ello la conclusión de que todos los extremos del sentimiento están vinculados con la locura

¿A quién había amado, qué había amado, se preguntó en un tumulto de emociones, hasta ahora?

Ellos carecían de nuestra vergüenza moderna de haber aprendido en los libros; de nuestra creencia de que haber nacido hijo de un carnicero es una bendición y ser incapaz de leer una virtud; y no imaginaban que lo que llamamos «vida» y «realidad» están de alguna forma relacionadas con la ignorancia y la brutalidad; ni, de hecho, tenían equivalente alguno para estas dos palabras. No era para buscar «vida» para lo que Orlando se mezclaba con ellos; ni perseguía la «realidad» cuando los dejaba.

Las mustias complejidades y ambigüedades de nuestra época más gradual y dudosa les eran desconocidas. La violencia lo era todo. La flor se abría y se marchitaba. El sol salía y se ponía. El amante amaba y se iba. Y lo que los poetas decían en rima, la juventud lo traducía a la práctica. Las muchachas eran rosas, y su sazón tan breve como la de las flores.

Tiró las calzas a un lado de la alcoba, la almilla al otro. Zambulló la cabeza en agua. Se restregó bien las manos. Se cortó las uñas. Con no más de seis pulgadas de espejo y un par de viejas velas para ayudarse, se hizo vestir unos calzones carmesíes, cuello de encaje, justillo de tafetán y zapatos con escarapelas de adorno, tan grandes como dalias doble

torpeza se aparea a menudo con cierto amor por la soleda

natural; si se las junta, se hacen pedazos entre sí.

El verde en la naturaleza es una cosa, el verde en la literatura, otra. La naturaleza y las letras parecen tenerse una antipatía