Libros endemoniados, decía el sacerdote. Libros de ateos, decían algunas señoras. Libros como pozas de agua, donde el abuelo saciaba su sed de conocimiento y que, con el transcurrir del tiempo, hacían nacer en él una vida secreta: la de las ideas raras y extravagantes, diferentes a las de la mayoría, y para la gente del pueblo, locas y alucinadas.