Hay en este libro un entrañable amor a la vida, a lo que ella tiene de viviente, de poesía: su abismal fragilidad, su carne viva, su muriente latir: «es tan bella la ruina, tan profunda / que ni siquiera el tiempo nos puede destruir». Y el amor a la vida es eso, el haber entendido que muerte y belleza son una misma realidad: un mismo fulgor, el de los reflejos de algún instante sobre el río que pasa, mientras pase, mientras no seamos nosotros los que nos miramos en él: «Semejante es mi extrañamiento en una página como ésta, / donde no se podrán ver los pasos de quien soñó este paisaje». Hugo Mujica