Carsten Korch

101 razones para sentirse orgullosos de Moquegua

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  • Enoc Baner Mamanicompartió una citahace 8 años
    stria vitivinícola que atrajo a personalidades nobles de todo el reino, y que colapsó a
  • Enoc Baner Mamanicompartió una citahace 8 años
    “Este pueblo árido y polvoriento sobrevive en la parte más seca del desierto costero peruano, que luego empalma con el desierto de Atacama chileno, el más seco del mundo”.

    Así se refiere a Moquegua una de las más prestigiosas guías internacionales de turismo, “…este pueblo árido y polvoriento”. Suele ocurrir que la industria del turismo cometa injusticias insólitas con ciertos lugares a los que simplemente ignora en sus materiales de promoción, independiente de que tengan luz propia, sensibilidad, belleza, interés. Eso, como siempre, demuestra que nadie sabe para quién trabaja porque la misma soberbia que soslaya un lugar es la que lo salva de la masificación, el pastiche y el artificio que generalmente termina imponiendo el turismo cuando descubre un destino y lo convierte en producto. Así, Moquegua, se salvó, gracias a la ignorancia del mundo, y es por ello que en gran medida vive con sus propias reglas. Situada en un valle riquísimo y muy caluroso, la zona ha sido sede de diversas ocupaciones preinca entre las que destaca Chiribaya, que ha dejado maravillas en textilería y en el arte de la momificación. Los incas supieron valorar la feracidad del valle y luego, para los europeos, descubrir Moquegua fue como traerse un pedazo de las tierras cálidas del Mediterráneo. La vid prendió acá de una manera espléndida y empezaron entonces a salir los vinos de tal calidad que en un momento la Corona hubo de prohibir su producción. Dicen que esa medida imperialista fue la que dio origen al pisco, pues se pusieron a destilar los caldos que ya no iban a poder viajar a España. El vino creó riqueza, la riqueza una arquitectura soberbia, lujosa y adaptada a los rigores del calor. De allí el inconfundible mojinete de muchas de sus viejas casonas, con el tumbadillo para refrescar el interior. De allí las fachadas suntuosas y los patios soñadores donde la tarde se empieza a ir, desvaída, cuando las brisas leves refrescan el ambiente y se va instalando la certeza de que el día siguiente habrá de traer nuevamente en el amanecer el olor de las flores y las frutas que circula todavía en la atmósfera. Allí está la plaza de armas, arbolada, con el muro enorme que sobrevivió a un terremoto cuando el resto de la Catedral se vino abajo. Y las tienditas en las esquinas, ofreciendo los celebérrimos dulces moqueguanos, los alfajores, los bizcochos, los pencos. Las frutas del valle cálido, duraznos, abridores, damascos, nísperos, guindas. Las frutas maceradas en pisco, en los anaqueles de las casas rurales. El pisco moqueguano, bueno entre los mejores. Los panes de Omate y Torata, que se
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