Genealogía de la soberbia intelectual

Enemigo de la líbido, creyó posible alcanzar la felicidad manteniéndola a raya, torturándola y torturando a miles de neuróticos, en una negación de la vida similar a la de Schopenhauer, que al parecer tuvo los mismos efectos. Ambos descubrieron por distintos caminos que una parte importante de la felicidad terrenal estriba en saciar los apetitos del instinto, pero su intelecto se sublevó contra ese descubrimiento.

Sostener que la sabiduría es un pasaporte a la felicidad, como los autores de libros de autoayuda, equivale a vender cuentas de vidrio a los buscadores de diamantes. Desde las sentencias bíblicas la voz de la experiencia indica lo contrario: «Donde abunda sabiduría, abundan penas y quien acumula ciencia, acumula dolor».

A los ojos de un soberbio, la vanidad no sólo es una despreciable concesión a los inferiores, sino un autoengaño, pues como dijo Nietzsche, campeón universal de la soberbia filosófica, «los vanidosos buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos no tienen de sí, y por tanto, tampoco merecen».

Pero en vez de favorecer esa evolución y contribuir desde todas las trincheras a crear un mundo en que se pueda desarrollar el potencial artístico de la gente que ahora es utilizada como herramienta, las élites de la cultura siguen empeñadas en monopolizar el sagrado feudo del arte, para que nadie pueda invadirlo.

En la sociedad utópica que Oscar Wilde imaginó en El alma del hombre bajo el socialismo, todos los hombres podrían dedicarse al arte, en el sentido más amplio de la palabra, porque los trabajos mecánicos serían realizados por máquinas y robots. El desarrollo tecnológico nos permite vislumbrar que si la humanidad lograra establecer un sistema económico más justo, ese anhelo sería realizable (aunque tal vez engendrara la neurosis que suele acompañar a la ociosidad). El arte se podría convertir en «el aspecto cualitativo de todo lo que se produce y hace y dice en una comunidad»,

La lengua de los dioses no existe, son los hombres quienes dieron voz al padre sagrado. De manera que si el poeta, como individuo, desempeña un modesto papel de intermediario, invoca en cambio a un poder sin el cual Dios sería mudo.

Condenar algo porque la masa lo admira es tan esencialmente vulgar como admirarlo porque la masa lo admira. No hay prueba más segura de un origen bajo o de una disposición innata a la perversidad, que estar siempre hablando de la importancia de ser refinado. Me resulta difícil decir a quién detesto más: al vulgar que imita el refinamiento o al hombre refinado que se obstina en distinguirse del vulgo. Estas dos clases de personas están siempre vigilándose mutuamente.

Si los niños no tienen verdaderas ideas, tampoco tienen verdandera memoria. ¿De qué sirve entonces imprimir en su cabeza un catálogo de signos que para ellos nada representan? Si la naturaleza da al cerebro del niño esa flexibilidad que lo hace idóneo para recibir todo género de impresiones, no es para que en él se impriman nombres de reyes, fechas, términos de blasón, y todas esas palabras que nada significan para su edad.

«Si soy un hombre con algún discernimiento, en cambio soy un hombre con nula retención. Hojeo los libros, no los estudio. Lo que me queda de ellos es algo que ya no me parece ajeno, porque mi entendimiento ya lo asimiló, es decir, son los discursos y las imaginaciones de las que ya esta imbuido»

La fuerza intelectual no es como la física. Sólo puedes atrapar el entendimiento de los demás por medio de la simpatía. De hecho, tu conocimiento de un tema específico no te da superioridad ni poder sobre los demás, sólo hace más difícil que dejes en ellos la menor huella. ¿Es entonces una ventaja para ti? Quizá en lo que se refiere a tu propia satisfacción, pero abre un abismo entre la sociedad y tú