—Mitsu, cuando Natchan está a solas con otro hombre, ¿siempre llamas a la pared para avisar y luego te quedas esperando? ¡Serías el marido ideal para una pareja de adúlteros! —se mofó.
—¿Es que no están tus amigos?
—Están reparando el Citroen. Para los jóvenes de los años sesenta, los cabios de la armadura de un tejado de madera tradicional no tienen interés. Aunque les dije que esta casa-almacén es única en la región, les da igual.
Con estas palabras, dirigidas sobre todo a su cuñada, que estaba a su espalda, demostraba su infantil orgullo al explicar la arquitectura del edificio.
Cuando subí al primer piso, mi mujer contemplaba las grandes vigas de keyaki que sostenían los cabios, y no advirtió la sangre que manaba de mi herida. Me alegré, pues siempre he sufrido una vergüenza irracional cuando me doy con la cabeza contra algo. Al cabo se volvió y, dando un gran suspiro, dijo:
—¡Qué maravillosas vigas, tan grandes! ¡Aguantarán otros cien años!
Me di cuenta de que los dos tenían las mejillas encendidas. Tuve la sensación de que los ecos cada vez más débiles de la palabra «adúlteros», que había pronunciado mi hermano, flotaban entre los cabios del techo. Mas ese sentimiento, me dije, estaba infundado. Tras la desgracia del bebé, mi esposa rechazaba todo contacto sexual. Para los dos, la sexualidad significaba una imposición mutua de disgusto y pena que ambos debíamos soportar. Ni ella ni yo estábamos dispuestos a hacerlo. Por eso cortábamos inmediatamente cualquier insinuación sexual.