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Stefan Zweig

El candelabro enterrado

  • Talia Garzacompartió una citael año pasado
    Como todo secreto de Dios, descansa en la noche de los tiempos y nadie sabe si descansará así eternamente, oculto y perdido para su pueblo, que sigue errando sin paz de un país extranjero a otro, o si, finalmente, alguien lo encontrará el día en que su pueblo vuelva a encontrarse, reconciliado, y él lo ilumine de nuevo en el Templo
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    así como la obra del hombre perece víctima del tiempo que todo lo consume y de la inclinación de los hombres por destruir, así desapareció también este símbolo, creado como imitación por aquel orfebre, y su rastro se perdió para siempre.
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    Mientras, en la casa de oración de Pera, la comunidad aguardaba desde hacía horas y horas al augusto huésped. Al igual que en Roma, donde sólo se permitía a los judíos residir en la otra orilla del río, en Bizancio sólo se toleraba a los judíos en Pera, en la orilla opuesta del Cuerno de Oro; aquí, como en todas partes, su destino era la marginación, pero también era el secreto de su supervivencia en el tiempo.
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    Justiniano, el basileo y autócrata, con la corona sobre la cabeza como una aureola, y Teodora, luciendo sus joyas. Cuando ocuparon el palco imperial, se produjo de repente en todas las gradas un estruendoso estallido de júbilo. Todos habían olvidado que, aún no hacía muchos años, en ese mismo lugar, idéntica multitud había asaltado el mismo palco con el mismo emperador y, en castigo, treinta mil personas habían sido degolladas allí mismo; para la masa, olvidadiza por naturaleza, la
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    El anciano sintió la gracia del reencuentro como una tempestad interior: no pudo contener por más tiempo su desbordante alegría y gritó con ardor:
    —¡Nuestro! ¡Nuestro! ¡Nuestro por toda la eternidad!
    Pero nadie, ni siquiera los más cercanos, oyeron el grito aislado, pues en aquel momento la masa estalló en un clamor unánime de júbilo: Belisario, el triunfador, había entrado en la arena. Muy por detrás de los carros triunfales, detrás del inmenso botín, caminaba vestido con el sencillo uniforme de sus guerreros. Pero el pueblo conocía y reconoció a su héroe, y vitoreó tan fuerte su nombre, y sólo el suyo
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    Respetuosos escuchaban los demás sus oscuras palabras. Finalmente, uno de ellos, el jefe, preguntó a media voz:
    —¿Qué piensas hacer?
    —Creo que Dios me ha conservado la vida y la luz de los ojos tanto tiempo sólo para que vuelva a ver el candelabro. Debo ir a Bizancio. Lo que el niño no consiguió, rescatar el sagrado objeto, quizá lo consiga el anciano.
    Todos temblaron de emoción e impaciencia.
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    Sólo entonces se sobresaltaron los demás judíos. Sólo entonces comprendieron la pregunta de Benjamín: el sagrado candelabro peregrinaría una vez más a tierras extrañas. Como una tea encendida cayó la noticia en la oscura maraña de su aflicción. Se pusieron en pie de un salto y, pasando por encima de las tumbas, se agolparon alrededor del desconocido, entre lágrimas y sollozos:
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    Su escuálido pecho infantil se dilató con fuerza, anhelando ser más ancho, fuerte y grande para embeberse de aire y de mundo y sentir el hálito de este goce hasta lo más profundo de su sangre judía.
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    Salmodiaban y recitaban en susurros, oscilando el cuerpo hacia delante y hacia atrás al ritmo de las plegarias. El niño no comprendía todas las palabras, pero veía el fervor con que los once ancianos se balanceaban en su emocionado canto, como antes lo hicieran los matorrales en el viento de Dios. Después del solemne «Amén», todos se inclinaron, doblaron de nuevo los mantos y se prepararon para reanudar la marcha.
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    ¿Por qué tolera que nos priven de nuestros derechos y aun ayuda a los ladrones a robarnos? Y aunque luego, avergonzado, me golpeo mil veces el pecho con el puño, no puedo ahogar ni reprimir la pregunta que pugna por salir a gritos. No sería judío ni hombre, si no me atormentara todos los días esta pregunta. Sólo con la muerte enmudecerá en mis labios.
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