Sin relato

Las pantallas modifican nuestra capacidad de atención al provocar que saltemos de una cosa a otra, dejándonos fluir por las propuestas externas y olvidando nuestro objetivo original; disminuyen nuestra capacidad de concentración y la tolerancia al aburrimiento, por lo que nos prestamos cada vez más a estar alterdirigidos, externalizados, a ser dirigidos por otros y a ir suprimiendo nuestra interioridad, que se despuebla de pensamientos y emociones propios.

Un individuo inculto solo tiene un horizonte de pensamiento limitado, y cuanto más se limita su pensamiento a preocupaciones mediocres, menos puede rebelarse

Pionero en anticipar los efectos nocivos de la tecnología en nuestro cerebro fue Nicholas Carr, quien en 2010 ya advertía de la transformación de los nativos digitales en seres superficiales y con la atención disminuida,136 y quien, lo que es más grave, en una entrevista de 2021 considera que aquellas premoniciones fueron tímidas

La multitarea y las interrupciones constantes a las que nos someten los incesantes estímulos de las pantallas nos producen una degradación cognitiva que tiene efectos nocivos en nuestra atención hacia asuntos más importantes, lo que afecta tanto a la profundidad de nuestros argumentos como a la calidad de nuestras democracias

Como afirma Anselm Jappe, el año 1968 inaugura un nuevo capitalismo: frente al capitalismo edípico del siglo XIX, en el XX entramos en el capitalismo narcisista: «La sumisión edípica a una autoridad personal –por ejemplo, un maestro que predica “patria, trabajo y familia”– ha sido sustituida por la adhesión a un sistema que aparentemente permite a los individuos realizar sus propias aspiraciones»

La atrofia de esta capacidad de imaginar y pensar nos coloca frente a un nuevo tipo de individuo cuyas mutaciones apenas podemos vislumbrar: individuos sumisos, estultofílicos y actuadores, que huyen del pensamiento y evacuan mediante la acción un malestar que apenas pueden representarse.

La primera generación de niños que crecieron con teléfonos móviles inteligentes, y con padres y cuidadores que dividían su atención entre sus propios dispositivos y los hijos, sienten ansiedad en el intercambio conversacional presencial, y cuando acceden a sus trabajos, sus empleadores informan de que «llegan al trabajo con fobias y ansiedades inesperadas.

Hoy educan las redes sociales, de manera que en las familias no hay narrativa, hay ausencia de diálogo; hay aislamiento a pesar de estar, como ya sabemos, «hiperconectados»; hay soledad.

Que tienen más dificultades no me cabe duda, la pregunta es si aceptamos los cortes, los tatuajes, las tentativas de suicidio, la obesidad y la delgadez patológicas como modos de expresión. Yo no me atrevo a dictaminar un juicio taxativo porque a veces las fronteras entre el acto, como fallo de representación, y la representación y la simbolización sintomática no me parecen nada claras.

Los griegos llamaban anekdiégesis a la ausencia o imposibilidad de narración. La anekdiégesis actual adopta la forma paradójica de una abundancia de anécdotas y metarrelatos, todos ellos metástasis de la narración.3