Lo de arrastrar la sillita era por comodidad, para no agacharse. Sin embargo, esta sencilla explicación, probablemente acertada, no tranquilizó del todo al teniente, ya que la presencia de la señora Fenshaw, inseparable del lento chirriar de la silla, desde el alba hasta el anochecer, salvo las horas de la comida, empezó a revestir para él un carácter casi demoníaco